lunes, 22 de noviembre de 2010

Crónicas Viajeras I


Nueva Zelanda
 Principio de incertidumbre

Por Gilda Selis

-¿Te ayudo? Me parece que estás en problemas… 

Miré hacia abajo, a mis manos, donde estaba el problema. Esas miles de piezas destartaladas eran mi celular; se me había caído desde una escalinata y ahora parecía un rompecabezas para armar. Gruñí con mala gana. Había tenido un mal día. Él tenía razón. Mi torpeza era inaudita. Su mano blanca tomó el aparato, hizo malabares y en pocos segundos volvió a ser mi querido Vodafone. 

Nunca lo había visto en el micro, aunque siempre hacía el mismo recorrido. Me subía a las ocho de la mañana para ir a la ciudad y a las seis de la tarde para volver a mi casa, ubicada en North Shore que quedaba cruzando un puente. Muchas veces los pasajeros eran los mismos, la misma rutina cada día. Conocía a Joe, el conductor de Samoa, que con un inglés a lo Tarzán me contaba que vivía muy bien económicamente en Nueva Zelanda pero que odiaba la rutina; extrañaba su país donde solía pescar seguido. También estaba Anne, una estudiante canadiense de intercambio que se sentaba siempre en el último asiento del lado de la ventanilla izquierda. A la familia Waills también la veía durante los días de semana. Estaba compuesta por Sue, una mujer rubia y elegante; John, su marido ejecutivo que iba a trabajar en las oficinas de Victoria Street, y el niño Matt, de nueve años, que bajaba primero en la escuela de Birkdale.

Pero a él no lo había visto nunca. Le agradecí por su gesto amable. Me sonrió. Era un joven recién rapado pero por las espesas cejas se notaba que era rubio. De ojos celestes, tenía una mirada especial, frágil, que me dejó pensando. Era nacido en Escocia pero fue criado desde chico en tierras maoríes. Llevaba una musculosa blanca; era verano y hacía mucho calor. Su sonrisa tenía un dejo de ingenuidad y sencillez.


  -Mirá qué hermoso atardecer- dijo señalando a través de la ventana del micro. Un sol anaranjado se reflejaba en el agua cristalina donde cientos de veleros estaban anclados uno al lado del otro.
-Como una postal- contesté admirada por el paisaje.
Se tomó el atrevimiento de tomar mi mano. No me lo esperaba, pero fue con delicadeza.
-Me gusta tu anillo, ¿qué significa?- me preguntó con curiosidad.
Le conté que eran mis iniciales y que me lo había regalado mi abuela cuando cumplí 15 años. Aproveché la oportunidad para presentarme. Él se llamaba Benjamín y tenía 24 años.
-Es hermoso. Me gustan mucho los anillos- dijo entusiasmado. Al instante, me mostró el suyo, una libélula de plata de gran tamaño que resplandecía con una tonalidad metálica.
-Soy orfebre. Estoy trabajando en esto ahora.
Sacó un viejo cuaderno de su mochila y en sus páginas había un dibujo realmente alucinante. Era el paisaje que acabábamos de ver, aquella postal del puerto; me miró con complicidad.

Se dio cuenta que era extranjera y me preguntó por mi vida, difícil tarea la de resumir en un recorrido de treinta minutos y a un desconocido. Le hablé sobre mi país, de mis estudios de periodista y mi afición por la fotografía y los viajes. Deseó con simpatía que algún día le pudiera sacar fotos a sus obras de arte.
Ben amaba la naturaleza y soñaba algún día con comprar una casita en el campo para vivir con su hijo de dos años. Cuando hablaba de él, el rostro le cambiaba completamente, aparecía una sonrisa brillante de anhelo y protección. El hijo no vivía con él; admito que me intrigó el motivo pero no pregunté.

Me quedé mirando su brazo izquierdo, un tatuaje tumbero. Aunque desvié la vista rápidamente, Ben se dio cuenta.
-Es una larga historia. Soy adicto desde chico, estoy tratado de salir. Mis dibujos me ayudan. A mi hijo lo estoy empezando a ver más seguido, este fin de semana lo voy a llevar a Takapuna, una playa cercana ¿Conocés?- comentó mientras guardaba el cuaderno de dibujos. Le sonreí y afirmé con la cabeza.

Ya estaba llegando a la rotonda de Birkdale donde debía bajarme. Éramos pocos los que aún quedábamos en el bus. Parecía que iba a llover, lo que no era raro en Auckland. Deseé haber vivido más lejos para continuar la charla, me había cambiado el humor y no se trataba de un encantamiento amoroso para nada.
-Adelante, vos primera- Él también se bajaba en la misma estación. Saludé a Joe, a quien vería al día siguiente.
Benjamín hizo un chiste con mi celular y nos despedimos en direcciones opuestas. Caminé lentamente cuando unas gotas de lluvia empezaron a mojarme y aceleré el paso. Me di vuelta para verlo partir. Pensé que no lo iba a volver a ver.

A la mañana siguiente, a las ocho en punto como siempre tenía que estar en la parada del micro que me llevaba a la ciudad. Como llegaba tarde corrí las cuatro cuadras en subida. Con la respiración entrecortada, tenía los cordones desatados, el pelo enmarañado y la mochila abierta y revuelta. Una cara conocida se rió de mi deplorable estado. Me sorprendió ver a Ben; a él también lo se alegró.

Nos sentamos en los asientos de atrás y conversamos todo el viaje. Me preguntó cómo había pasado aquella noche tormentosa; no había podido pegar un ojo y eso que soy de las personas que aman dormir con lluvia. Me habló de un té que él tomaba cuando lo aquejaba el insomnio. Le sucedía seguido. “No es nada raro, un simple té” me dijo riéndose tímidamente. Le alcancé un papel para que me lo anotara porque no le entendí la pronunciación. “Camomile”, dije en voz alta, lo voy a probar. Cuando busqué la traducción resultó ser té de manzanilla.
Del otro lado me había anotado su mail. Le había contado que al día siguiente me iba de la ciudad, continuaba mi viaje en la isla sur.
-Para que me escribas cuando llegues a tu país.
-¡Queen y Victoria Street!- gritó el conductor de la empresa Birkenhead.
-Acá me bajo. Te escribo y seguimos en contacto.
-Dale, yo sigo unas paradas más, voy a Parnell a vender mis anillos.
Le deseé suerte, él buen viaje y nos despedimos. La tormenta había desaparecido y parecía que al mediodía surgía de nuevo ese sol radiante de marzo.

Un mes después, cuando volví a Argentina, le escribí como había prometido. Me contestó a los dos días. Se acordaba de mí, la chica del micro. Le pregunté por su hijo y sus diseños. Me contó de aquel fin de semana en la playa, donde se habían bañado en el agua y comido tarta de kiwi. Unos nuevos modelos lo tenían ocupado por aquellos días y tenía pensado entre sus nuevos proyectos volver a estudiar. Se ofreció a ayudarme a practicar el inglés y quería aprender “argentino”. Intercambiamos novedades, canciones y fotos. Pero desde aquel último mail de abril no supe más nada de él.

En algún rincón lejano, una libélula se posa sigilosamente sobre una caña, levanta sus alas largas y delgadas y despega vuelo en dirección sur.

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